“Allí no se levantó, siguiendo las viejas recetas, un grupo de personas (una clase, una nación) contra otro, sino que unas personas (una generación) se levantaron contra su propia juventud”.
Milán Kundera.
“El libro de la risa y el olvido”.
Si bien es cierto que el sentido común es el menos común de los sentidos, resulta incuestionable que puede regenerarse. Cuando se habla de pérdida del sentido común, lo que se quiere decir es que sus perspectivas se han estrechado. En el horizonte solo existe, entonces, un objetivo: sobrevivir. No importa a qué precio. No importa por qué medios. La necesidad no tiene preferencias éticas.
Un gran paso sería reconocer, en primera instancia, la pérdida del sentido común, reconocimiento ingrato por su parentesco con la lógica. Reconocer que se ha perdido el sentido común sería mostrarse conforme con una mínima inteligencia cavernícola y oportunista. O sería chocar con la lógica tosquedad de las promesas sin alternativas.
Siendo también allegado del instinto, es menester preguntarse por qué se pierde el sentido común. Y específicamente los cubanos, si esa pérdida proviene de un despropósito o de un engaño. No se puede estar de acuerdo con la aseveración de que vivimos una mentira y seguirla viviendo. El sentido común excluye, por principio, el sufrimiento. Nunca dice “no lo hagas”, sino “atente a las consecuencias”.
El hombre es el único ser de la naturaleza que tropieza dos veces con la misma piedra. Pudiera añadirse, además, que es el único que luego se vuelve y le da una patada. Aunque el énfasis golpea la ignorancia del ser humano, se trata de un cuestionamiento a quién colocó la piedra en ese lugar. Nadie negará que los cubanos necesitamos (dar) la patada que ponga las cosas en el sitio justo. Como mínimo, en un nuevo punto de partida. Cuando se tropieza mil veces con la misma piedra, es porque se ha estado recorriendo mil veces el mismo camino. Tal cosa no es de sentido común.
Recuperar el sentido común es redescubrir el atajo, la negativa a seguir haciendo las cosas según el Dios colocado de manera arbitraria por el poder, para perpetuarse en el poder en nuestro nombre. Ni siquiera se necesita una revisión exhaustiva de la historia. Basta con regresar a la pequeñez del día vivido y preguntarse, únicamente, si ha sido vívido. Y tener conciencia de que toda utopía es sospechosa de compromisos tiránicos. En resumen, el sentido común se rehabilita transitando al revés de los sinsentidos, y esto por afán de evolucionar, no por el simple gusto de nadar contra corriente.
Una vez convencidos de que la tierra prometida jamás será alcanzada, es de sentido común desentenderse de la promesa e ignorar jactancias o amenazas. No existe tierra prometida, pero existe el derecho a construirla como se quiera. Y quien dice tierra, dice ideología. También el sentido común obliga al filtrado de esas siniestras equivalencias: tierra, patria, ideología, partido, líder, continuidad.
Tal fue la constatación de Caperucita Roja, abrumada por el hastío que se desprende de la monotonía. Abandonó el sendero de las razones históricas y se fue por el atajo del sentido común a meterse en la boca del lobo. Y dejó de ser un cuento para que vivieran los otros.
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