“Ningún hombre puede tener el derecho de imponer a otro hombre
una obligación no escogida, un deber no recompensado
o un servicio involuntario.”
Ayn Rand.
Hubo una época en Cuba en que la escasez de ropa obligaba a reciclar los trajes de ancestros desconocidos. Los sastres y costureras eran imprescindibles, pues se encargaban de confeccionar y ajustar todas las prendas que usábamos.
Yo tenía una razón más apremiante para ir al sastre: mi deformidad. Al principio se trataba de una diferencia milimétrica entre caderas. Luego, las precisiones del sastre se convirtieron en una especie de ajuste ortopédico. Lo que no podía hacerse en los huesos, se hacía en las costuras de los pantalones.
El sastre me acomplejaba y sentía vergüenza de entrar y salir de la sastrería. Por ironías de la vida, de joven fui a vivir en el piso alto de ese local entonces convertido en discoteca. Fue el primer sitio de la ciudad donde se hicieron operativos para capturar jineteras, proxenetas, marihuaneros y traficantes de dólares americanos. Si de niño no dormía por los complejos que me generaba la sastrería, de joven no dormía por los truenos de los decibeles.
Han pasado los años en que los milímetros definían mi mentalidad. Desde la lejanía del presente, veo la importancia de ese hombre que metía la escuadra entre mis piernas para ajustar el “tiro” y clavaba un dedo en mi cadera buscando no sé qué punto para medir hasta el tobillo. Me parecía tener dos estaturas, la ideal si mi cuerpo hubiese estado derecho, y la real con todo mi encorvamiento, algo que servía para bromear en los hospitales a la hora de rellenar historias clínicas. Ninguna enfermera demostró jamás la parsimonia de un sastre.
El sastre invita a pensar en el valor del individuo, toda vez que se pierden los vestigios de lo que somos, en el absurdo colectivismo que han intentado embutirnos disfrazado de altruismo. Quien haya vivido el amor al prójimo en forma de doctrina, podrá estar satisfecho con sus medallas, si no están oxidadas, y con sus diplomas, si no se los han comido las polillas de la madera y el desencanto, pero jamás podrá estar satisfecho consigo mismo.
Los cubanos fuimos destetados en 1959. Los sastres fueron sustituidos por las abuelas, quienes también pasaron pronto de moda. Entre costuras y alfileres, eran la memoria viva y silenciosa del pasado. Nos quitaron la abuela, nos quitaron el sastre, y nos obligaron a uniformarnos para estudiar en primaria, en secundaria y en el preuniversitario. A la universidad llegábamos (si llegábamos) con el pensamiento uniformado. La suerte estaba echada.
Nuestros padres se encargaron de recluir a las abuelas en el rincón de las costuras y entregarnos atados de pies y manos a esa uniformidad, haciendo malabares entre la orfandad forzada y el paternalismo subsidiado. Los padres atenuaron nuestros centímetros de más o de menos entregándonos al Estado. Nos regalaron a sus filas y dijeron: “¡Adelante, hijos, que Cuba premiará vuestro heroísmo!”, para luego pasar al chantaje y la amenaza si aparecía alguna discrepancia: “¡Con todo lo que me he sacrificado por ti!” La Revolución les decía lo mismo a ellos.
Actualmente, los abuelos que son nuestros padres desconocen el funcionamiento de una máquina de coser Singer si ha resistido los embates de mudanzas y desprestigios. De manera que sólo nos queda evocar la memoria del sastre que, alguna vez, fijó la medida exacta de lo que éramos por nosotros mismos.
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