Nunca imaginó Don Luis D’Clouet y de Piette que el aniversario 200 de la ciudad de Cienfuegos, antes villa Fernandina de Jagua, fundada por él y un puñado de colonos franceses, sería tan deslucido. Por supuesto, tampoco podía imaginar en 1819 la posibilidad de que se estableciera en Cuba un régimen socialista. Ni siquiera había nacido José Martí para advertirlo.
Cienfuegos siempre ha pecado de orgullo. Y con la ciudad, sus habitantes. “Los cienfuegueros son orgullosos”, ha sido la opinión generalizada de quienes visitan y conocen la ciudad. Razones, hay un puñado, todas inmersas en lo etéreo e indefinido que llaman ángel. “Cienfuegos tiene ángel”, se decía. Ahora dicen que tiene “aché”, un sinónimo trasplantado de la cultura africana, también equívoco e impreciso.
Cienfuegos era la ciudad más limpia de Cuba, se decía igualmente. Más allá de pretensiones, es cierto: Cienfuegos pudo ser una de las ciudades más limpias de Cuba. Ahora es una ciudad tan sucia como cualquiera sin fama. De alguna manera, las huellas galas de los fundadores persisten entre las ruinas, al menos para gritar un origen, una diferencia, un recordatorio. Pero todo es mentira. Cienfuegos es, entre otras cosas, la ciudad más aburrida de Cuba.
En su momento (pos-revolucionario), se hablaba de Cienfuegos como ciudad industrial. Era un espectáculo el malecón nocturno y las luces de innumerables barcos mercantes anclados en la bahía, esperando su turno para el puerto. Y entre ellos, los camaroneros que inspiraron “Luna cienfueguera”, una de las canciones que identifican la ciudad: “Mira como viajan / los camaroneros / a encender luceros / en el litoral.”
Doscientos años no es mucho tiempo para una ciudad, si las hay de cuatro mil. Pero es un aniversario redondo. Un número con ceros invita a establecer diferencias y puntos de llegada que se convierten a su vez en puntos de partida. A pesar de su corta edad, Cienfuegos se las arregló para distinguirse. En el siglo XIX era muy difícil que una villa alcanzara la categoría de ciudad en diez años, si se tiene en cuenta que debía levantarse de la nada. Cienfuegos lo consiguió. D’Clouet y sus colonos desembarcaron el 22 de abril de 1819. En 1829, la villa Fernandina de Jagua se convertía en ciudad y fue nombrada Cienfuegos, en honor al capitán general de la isla.
El bicentenario, claro está, no fue escaso en galas, homenajes y condecoraciones. Mucho de político, poco de cultural. De político al estilo de la Revolución, donde todo acontecimiento pasado sucedió única y exclusivamente para desembocar en el socialismo. Un resumen de los festejos sería más de lo mismo, comenzando por el cuestionamiento de qué se entiende en Cuba por festejos. Hoy por hoy, 60 años después, festejo en Cuba lleva, primero, alcohol y conga; segundo, conga y alcohol; y tercero, los dos primeros sumados más lo que sobre.
Los cienfuegueros esperaron el día 22 en una plaza apagada para resaltar el concierto de la emblemática Orquesta Aragón, disfrutado solo por quienes tuvieron acceso a las sillas colocadas al efecto, invitados ilustres, coterráneos ausentes e importantes. Antes de apagar el parque, había niños por doquier corriendo de un lado a otro. A las 11 de la noche apagaron las farolas y los niños desaparecieron con sus padres.
El plato fuerte era el espectáculo de los fuegos artificiales a medianoche. Un espectáculo sin par, según se rumoraba, que escribiría en el cielo un número 200 de artificio. No hubo tal, por supuesto. Bonito, sí, como es toda luz que disipa las tinieblas. Y también porque este divertimento, antes muy común anualmente en carnavales, estaba echado en el olvido. A poco más de doscientos metros del parque, se desarrollaba un espectáculo diferente en el Muelle Real, donde situaron un complejo de música folclórica. La sangre no llegó al río. Llegó a la bahía.
El centro de cada 22 de abril se desarrolla en torno a la recreación del episodio fundacional. Un grupo de actores reconocidos se visten de época y se reúnen en la rosa náutica que señala en el parque el sitio donde D´Clouet y sus colonos distribuyeron las primeras tierras. En esta ocasión también tuvo lugar la puesta en escena. Y frente a ellos, los invitados de la noche anterior, los ausentes importantes, más una representación de franceses de la ciudad de Burdeos. No faltó entre los invitados de honor, como es costumbre últimamente, la presencia de uno de los cinco héroes (o cinco espías, según punto de vista). Gerardo Hernández Nordelo posaba con quien quisiera tomarse una foto con él. Una madre dijo después que su hija obtuvo la instantánea: “Es que ella las colecciona”. Nadie le había pedido justificarse. Luego, los invitados se retiraron al Teatro Tomás Terry para celebrar una sesión extraordinaria de la Asamblea Provincial del Poder Popular. Más condecoraciones, felicitaciones y recuento de conquistas. ¡Viva la Revolución!
Desgraciadamente, los cienfuegueros presentes y los que vinieron expresamente con sus familiares y amigos porque les duele la distancia y les duele ser fantasmas en sus propias latitudes, tuvieron que conformarse con un café magro rumiando su congoja. Después de 200 años, Cienfuegos, como toda Cuba, está en las condiciones ideales para ser vendida al mejor postor. Y a rogar para que no termine regalándose, como las prostitutas de hoy en día, por un tubo de desodorante. A saber dónde emigró el ángel aquel de D’Clouet y sus colonos.
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