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La marcha de mi primer amigo gay

En memoria de mi gran amigo R.

Mi primer amigo gay murió de cirrosis hepática y solo bebía una copita en celebraciones más o menos familiares, Nochebuena, bautizos y comuniones. Porque mi amigo gay era un católico devoto y enamorado de las biografías de santos, fueran Teresas o Franciscos. Mi amigo gay coleccionaba miniaturas y era fanático del Disney original, de Walt.

Mi amigo gay nunca reconoció la hegemonía de Mariela Castro Espín sobre el destino de una parte de la comunidad LGBTI cubana. Tenía edad suficiente para escuchar cercanas las resonancias y consecuencias de las las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de trabajo que existieron entre 1965 y 1968 en Cuba. Mi amigo gay despreciaba a Mariela y a la comunidad LGBTI en pleno, sin distinciones, incluido él mismo. Guardaba todos los achaques derivados de la represión, de los miedos y deseos escondidos. Por eso, a escondidas, vestía de hábito y cilicio, lo cual alternaba con disfraces de drag queentomados de óperas y ballets, fanaticadas que le servían de pretexto para sus cargos de conciencia. Pero nunca se hubiera vestido de arcoíris ni hubiera salido con carteles reclamando aceptación.

Tampoco hubiera disertado sobre la importancia del matrimonio igualitario. Mi amigo gay jamás se hubiera casado con un hombre y mucho menos con una mujer, ni siquiera para conservar apariencias como hicieron muchos en su época. Su madre no lo hubiera permitido. Era una mujer que enviudó joven y se engrilletó con las cuentas del rosario, transmitiéndole a su hijo único una psicología de relicario. No obstante, mi amigo tuvo su vida mientras estudió en La Habana, convencido de que más tarde o más temprano regresaría junto a su madre. Hijo único, madre única. Soledad compartida. Mi amigo tuvo su vida y se hastió de ella. O se obligó a creerlo.

Era comprensible. No fueron años de apertura. Podía tolerársele su amaneramiento evidente, siempre y cuando permaneciera dentro de los límites de la lingüística y los aplausos en el teatro. Su cultura lo salvó de cacerías de brujas (quizás porque nunca se disfrazó de bruja), pero no lo salvó de sus urgencias hormonales aunque se dedicara a escribir poesías infantiles entre gatos. Los primeros gatos de mi vida me los regaló mi amigo gay.

Mi amigo gay nunca me dijo que era gay. No fue necesario. A pesar de censuras y regaños, no creo necesarias las descripciones para iniciar amistades. A buen entendedor, con algunas manías bastan. Que mi amigo fuera gay, no era problema para mis familiares y otras relaciones. El problema era que lo fuera yo. Persistí y fui amigo de mi amigo gay. Y contra todo pronóstico y todo prejuicio, no fui ni soy gay. Aunque parezca increíble, todavía subsiste la idea de que la homosexualidad es contagiosa.

La muerte de mi amigo gay corroboró algunas presunciones: por las noches frecuentaba lugares donde podía satisfacer su naturaleza. Eran lugares oscuros, cercanos a las líneas férreas, puntos de arribo y partida donde queda aparcada la identidad cotidiana. Mi amigo tuvo que sufrir mucho después de cada noche entre vagones herrumbrosos. La nocturnidad de sus rodillas llagadas, tuvo que dolerle más que los agujeros de los clavos a Jesucristo.

Mi amigo gay se suicidó de manera delicada, sin ruido ni aspavientos. Obviando prescripciones facultativas, armó coalición con una hepatitis y se entregó en cuerpo y alma a buscar un milagro que sanándolo le amputara los deseos, o matándolo le amputara la existencia. Finalmente, logró el segundo que, según informaciones tradicionales, necesariamente abarca el primero.

Mi primer amigo gay murió siendo gay. Nunca hizo propaganda de su condición. Y a pesar de sus devociones y sus encontronazos teológicos, no se planteaba la existencia de cielo e infierno como posibles destinos de su comportamiento moral. Él, que se escondía por las noches entre vagones, creía en la autenticidad. Y yo le creía. Por encima de todo, mi amigo fue mi amigo, sin disfraces, sin rendición de cuentas, sin ofrecer explicaciones no pedidas. Nunca me dijo que era gay y yo estaba seguro que era gay. Jamás hizo falta un arcoíris entre nosotros.

Tony Pino

Técnico Medio Nuclear. Trabajó como profesor en el Politécnico de la Central Electronuclear, en Cienfuegos. En 1990 fue separado del magisterio por cuestionamientos políticos a la viabilidad de la construcción de una planta nuclear en Cuba. Fue jubilado por enfermedad en 1992.

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