Cuando escucho hablar de la ley Helms-Burton, pienso en mi abuela y en su casa, una casa donde de niño encontraba escondites detrás de una butaca o en cualquiera de las muchas habitaciones vacías. Aunque en la infancia el mundo parece inmenso, se trataba en verdad de una casa colosal.
El patio central tenía una fuente, y la fuente tenía una rana esmaltada con boca en forma de puchero para impulsar el agua. Antes de emigrar, mi abuela quitó la rana de su pedestal y la dejó en mi casa. La rana creció conmigo y abandonó su boca triste para socorrerme en los abucheos a cuanto sucedía a mi alrededor y conmigo.
Mi abuela se fue y mi padre renunció a la comunicación. Estuvimos algunos años sin saber de mi abuela y del resto de la familia emigrada. Estuve, porque luego me enteré que no había tal hermetismo. Mi abuela sabía de mí y se preocupaba. Yo había enfermado y no daban con un diagnóstico fiable. Por esa época llegaron a mi casa dos bulbos de unas inyecciones llamadas sales de oro. Mi abuela había consultado a un médico de confianza en Miami, y éste prescribió las inyecciones. En casa no admitieron el tratamiento alegando que el médico exiliado no era digno de confianza. Mi tío militar añadió su parte y dijo que los americanos molían vidrio para mezclarlo con los medicamentos que se enviaban a Cuba. El resultado fue estar sin diagnóstico y sin tratamiento por cinco años más. Cuando los galenos cubanos se pusieron de acuerdo, me recetaron un fármaco que, decían, era de última generación: sales de oro. Las de mi abuela ya estaban vencidas.
Mi abuela fue de las primeras en venir cuando empezaron los viajes de la comunidad cubana en el exterior. Quería verme, auscultar por si misma el pulso de mi enfermedad, verificar mi estado de ánimo. Se encontró un adolecente flaco, retraído, pugnando por sobrevivir al vendaval de la enfermedad y la debacle familiar. Mi único reproche hacia ella fue su costumbre (comprensible) de regalarme pijamas. Desde su perspectiva, yo pasaría el resto de mi vida en hospitales.
En su última visita, mi abuela quiso aproximarse hasta su antigua casa. No lo había hecho anteriormente. Sufría mucho el deterioro de la ciudad y de sus amistades. Quería pasar cada segundo de su visita con sus nietos. Ese era el pretexto.
Regresó llorando. En la casa habían ubicado la sede provincial de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC). Era domingo y pidió a la recepcionista de guardia que le permitiera recorrer su antiguo domicilio. Mi abuela se adentró en el apocalipsis. Las habitaciones espaciosas habían sido partidas en cuartones de oficinas. Los mosaicos del baño habían desaparecido. El patio escombrado, no tenía señal de que alguna fuente arrulló el silencio los días de descanso.
Después de morir mi abuela, dijeron que habían encontrado joyas escondidas en una pared de la casa. Resultaba difícil creer que mi abuela dejara lapidados sus tesoros. Soñaba con que el comunismo no se eternizara, pero no tenía esperanzas de regresar. La apertura de los viajes de la comunidad era un milagro para ella, aprovechable mientras se lo permitiera su salud. Por suerte, el tesoro no era familiar. Lo habían encontrado en una pared de la casa aledaña, casa que el Gobierno también se había anexado. Y solo eran unos cuantos billetes viejos.
Más adelante, las oficinas de la CTC fueron trasladadas. La casa quedó a merced de los “palestinos”, personas que no tienen donde vivir, generalmente emigrados de las provincias orientales. Las autoridades cortaron la electricidad buscando que se marcharan, pero los “palestinos” no tenían a dónde ir. No sé cuántas familias estén alojadas actualmente en la casa grande de mi niñez.
La ley Helms-Burton nada tiene que ver con la casa de mi abuela. Mi padre era el único heredero y la entregó voluntariamente. En aquel tiempo, los que se marchaban perdían todos los derechos de herencia y propiedad. Pero es inevitable la asociación cada vez que se menciona la susodicha ley. Constantemente nos dicen que un antiguo dueño vendrá a reclamar lo que nos pertenece. A estas alturas del partido, ¿qué cosa es de quién y por qué?.
En última instancia, la constante mención de la ley pone de manifiesto evidencias olvidadas: se expropió mucho, se anularon años de esfuerzos familiares, se quebraron demasiados patrimonios. Y no toda fortuna es mal habida. Mal habidas han sido las apropiaciones posteriores que, para colmo, ni siquiera han sabido mantener. Como la casa de mi abuela.
Nadie sabe, quizás un día, picado por la nostalgia, aparezca mi tío con la propiedad original y reclame su antigua casa. Desistirá seguro cuando vea el desastre y tenga la obligación de echar a los “palestinos”. Entonces es posible que se conforme con recuperar la rana que, imagino, todavía esté silbando su decepción desde la repisa que le tocó en suerte. Desde mi propia decepción puedo escucharla.
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