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Distopía del hombre nuevo cubano

Lo que define la cola es el umbral que traspasan los afortunados, si el local conserva su uso original de antaño, aquella funcionalidad social para la que fue construido. Las farmacias han podido seguir siendo ellas con todo lo que implica el paso del tiempo y el de una revolución socialista.

También la cola puede definirse por quienes la conforman. En Cuba las colas han sido de viejos, y ahora lo son más. La población ha envejecido. Doquier hay carraspeos y escupitajos; doquier hay muecas que delatan la holgura de las dentaduras postizas; doquier hay falta de aseo y malos efluvios. Lo peor de estas colas es que la gente no duerme para volver a hacerlas, por los siglos de los siglos, revolucionariamente hablando.

No deja uno de sentirse raro, lo que es bueno, a pesar de todo. Si no existiera rareza en las sensaciones, pasaríamos a ser militantes de lo gregario. Las colas tienden a conquistar el subconsciente a través de su anclaje en la necesidad. Sin embargo, tal y como afirmó un funcionario de comercio: “La escasez no deja de ser un problema subjetivo”. Sin dudas, se trata de un funcionario inmerso en los subterfugios apócrifos de la física cuántica aplicada al éxito. Quizás estemos equivocados y los cuadros del partido comunista reciben instrucciones más acordes con los tiempos que se están viviendo… en Marte.

Pero ningún sueño es posible. Si el bloqueo norteamericano tiene la culpa de que no podamos fabricar desodorantes (lo dijo otro funcionario afín al anterior), lo más probable es que tampoco dejen entrar a Cuba la materia prima de los sueños. Además de la confiabilidad. Cualquier equipo de buzos al que se le encargue la misión de aserrar la plataforma insular, terminará fugándose del país por vía subacuática. Nadie entenderá que las burbujas en la superficie, gritan al explotar: “¡Sálvese quien pueda!”. Hay que olvidarse por ahora de que la isla se vaya a la deriva para convertirnos en ciudadanos extranjeros por obra y gracia de embarrancar nuestra superproducción de marabú allende los mares (mientras no sea en las costas de Venezuela).

Yo también necesito medicamentos. Mi “tarjetón” vencerá pronto y morirá virgen. No he tenido más remedio recurrir a mis amigos del exterior. Y como tantas otras veces, mis amigos me dieron el “salve”. Siento un poco de vergüenza por esta despreocupación momentánea. Ahora yo estaría en esa cola, dándome cabezazos con los viejos, carraspeando y escupiendo también, haciendo muecas por la molestia de la ausencia de mis dientes más que por la presencia de una dentadura postiza que no existe. 

En el ínterin pasa un amigo que anda como loco buscando un termómetro. Tiene un nieto y el pequeño está agripado. En la farmacia no hay termómetros desde el Año de la Corneta. Tampoco en las farmacias que venden por divisas. ¿Dónde se puede buscar un termómetro en Cuba?, ¿cómo medir la temperatura cubana?. Algún vecino le ha prestado un termómetro a mi amigo. Pero la fiebre del pequeño le ha puesto sobre aviso: con un niño en casa, hace falta un termómetro todo el tiempo. Caigo en la cuenta de las fiebres que hemos pasado en casa sin termómetro. La vergüenza que siento por no estar en la cola de la farmacia, se traslada automáticamente a la idea pedirles un termómetro a mis amigos del exterior. Yo también necesito medicamentos. Yo también tengo un hijo.

Se va mi amigo y aparece Miladys. Fue bonita. Tiene apariencia de gitana. Todavía se reconoce a sí misma y reconoce a los demás. Me reconoce a mí, como que estudiamos juntos en secundaria. ¿Qué habrá pasado con mi generación? En secundaria tuve dos compañeros que terminaron achicharrándose, lo cual, para mi estadística relacional, es demasiado. Miladys vive, aunque no se puede decir que ha vivido para contarlo. El otro, Rolando, ya murió. En el servicio militar intentó suicidarse. Después no intentó nada más porque se perdió dentro de sí mismo y no encontraba a quién hacerle daño. Sin embargo, por alguna razón – que ironía – me identificaba y me llamaba por mi nombre cuando pasaba frente a su casa. Murió y recuerdo que en secundaria yo era cojo y Rolando cargaba conmigo en su bicicleta. 

Al menos Rolando se libró de la tragedia de los medicamentos, porque Miladys, según me dijeron, está más loca. Ella vive cerca de una iglesia que a su vez está frente a una farmacia.  Cuando se forman las colas, en la iglesia permiten que los viejos esperen sentados a la sombra del templo y eso le imprime un poco de calma al desespero. Pero Miladys entró desaforada amenazando con tumbar las imágenes si no le enviaban un ángel guerrero que le ayudara a combatir injusticias que ella enumeró con los nombres de los dirigentes cubanos, incluidos los muertos. Eso me contó la señora, anciana también, que custodia el templo. La señora siente miedo, convencida de que si un loco la asesina, difícilmente le abrirán causa de canonización por martirologio. 

Hay cierta fortuna en traspasar el umbral de una farmacia luego de la nocturnidad de la cola, pero es efímera. Pienso en el Hombre Nuevo prometido, y solo veo ancianos persiguiendo medicinas y locos que despilfarraron su cordura construyendo sinsentidos. Pienso en el Hombre Nuevo y veo a mi amigo buscando un termómetro para medir la fiebre de su nieto. Pienso en el Hombre Nuevo y me veo a mí sintiendo vergüenza de una cola, y me aterro de imaginar que probablemente, en el umbral de su locura, Miladys y Rolando pensaron también en el Hombre Nuevo y recibieron una invitación a traspasarlo. 

Tony Pino

Técnico Medio Nuclear. Trabajó como profesor en el Politécnico de la Central Electronuclear, en Cienfuegos. En 1990 fue separado del magisterio por cuestionamientos políticos a la viabilidad de la construcción de una planta nuclear en Cuba. Fue jubilado por enfermedad en 1992.

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