Foto: Cortesía del autor
Algunos pasaron la noche en los portales o dormitando en los escalones frente a las tiendas. Los perros sarnosos se mantenían distantes contemplando a los intrusos que acamparon en sus rincones preferidos. Por una vez en sus vidas, la miseria los hizo espectadores.
Nadie sabe “qué van a sacar”. Desde el día anterior se rumorea que venderán café. Otros hablan de champú y acondicionador del pelo. Pollo y aceite no será, pues han regresado al penal de la libreta de abastecimientos. Cualquier cosa que “saquen” hace falta. “Cualquier cosa es la mujer de un chino”, dice un refrán popular. Sin valor. La calle amaneció repleta de clones de la mujer del chino.
Hace muy poco, en las calles céntricas sintonizaban la estación de radio que transmitía el parte de contagiados con la COVID-19. La gente se detenía y detenía la respiración. Si no anunciaban casos de la provincia, un suspiro de alivio y a seguir camino. El Dr. Francisco Durán, siempre puntual a las 9 de la mañana con su rosario de estadísticas, ha dejado de ser una personalidad para convertirse en un meme.
Tampoco se escuchan aplausos por las noches. El hastío se impone. Y la duda. Se aplaudía y se dudaba. Ya no se aplaude y se sigue dudando. La gente se aferra a la verdad del número, pero duda a la corrección del número. Al final sobrevive un entumecimiento que diluye las sensaciones. Sucede cuando el pan no sabe a pan ni el café a café. Cuando la vida no sabe a vida y ni siquiera es vegetar. Vegetar es envidiado: que alguien se ocupe de mí y yo no ocuparme de nada. No pensar, no sentir.
La exhibición noticiosa de operativos y decomiso de mercancías en almacenes clandestinos particulares no ha generado contento. “Chivos expiatorios, cortinas de humo”, dicen. Se sospecha que detrás hay pejes gordos. Es obvio. La grandilocuencia pertenece al sistema y a sus representantes. Nada en Cuba es particular en el sentido neto de la palabra. Otro gallo cantaría si las investigaciones llegaran hasta gerentes, ministros o generales, primeros secretarios del partido, gobernadores y personal afín, quienes son, en definitiva, el “pueblo en particular” que se contrapone al “pueblo en general” que alaban y condenan.
Por supuesto, dentro de la perspectiva sistémica hay que darle oportunidad a las perspectivas individuales. Eso pretende, por ejemplo, la Asamblea Nacional del Poder Popular cuando televisa sus sesiones y presume de inclusiva y democrática con un parlamento regido y conformado por un solo partido.
Y en medio de tanto diputado sin disputa, campean esos personajillos que tienen la virtud de hacer que uno prefiera la radiactividad ambiental si en un futuro la opción es compartir con ellos un búnker contra ataques nucleares. Está, por ejemplo, este señor nombrado Yusuam Palacios, quien intenta convencernos de la condición milagrera de Fidel Castro por su manía de desfondar arcas divinas al pasar 60 años -de Revolución- repartiendo panes y peces. Hay que tener cara. O no tenerla.
Cuando el diputado Yusuam hacía mal uso de la palabra, un niño le decía a su padre en plena calle: “¡Pofavó papá, pofavó!”. No es habitual en los niños cubanos ese reclamo educado de “por favor” si también ha sido olvidado por sus padres. Otro niño había pasado comiendo galletitas de chocolate, una de las golosinas desaparecidas de las tiendas. El padre intentaba explicarle al niño lo que él mismo no entendía, a saber, la diferencia entre las tiendas que tienen algo para vender (MLC) y las tiendas que no tienen nada (CUC y CUP). A menos que al niño le gustara el ron.
Mi único contento con el pasaje del “pofavó” estuvo relacionado con las buenas maneras del padre, algo tan perdido como las mismas golosinas. No alzó la voz, no recurrió al consabido sopapo. El niño rogaba y hacía esfuerzos por entender. Hubiera sido el momento ideal para que el genio del diputado Yusuam fuera extraído de su lámpara fidelista e hiciera gala de su palabrería equidistante, a ver si el padre del niño persistía en sus maneras. Hubo cierta vergüenza entre los amontonados que escucharon. Pero ellos también estaban cansados por la mala noche.
Más adelante, alejado de la puerta de la tienda y de la vigilancia policial, un hombre pregonaba por lo bajo su mercancía con precio triplicado. Se trataba de una rara mezcla de desodorantes y golosinas. Desodorante Obao y galletitas de chocolate. A veces las sincronicidades apestan. Seguí de largo con el “pofavó” retumbando en mi cabeza.
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