Hace algunos años me narraron la historia de una familia campesina que tenía uno de sus hijos luchando en Angola. La familia había apelado a sus recursos folclóricos y realizado convenios religiosos sugeridos por sacerdotes, espiritistas y babalawos.
El hijo regresó con vida sin que la familia se pusiera de acuerdo sobre cuál de los rituales había surtido efecto. No importaba. El hijo había regresado con todas las partes en su sitio. Era un soldado sin propensión a las hazañas. Nunca tropezó con la disyuntiva de sacrificarse por los demás o salir corriendo. Disparaba con los ojos cerrados. Pero vio demasiada sangre, demasiadas vísceras, demasiado sinsentido. De ninguna manera había regresado intacto.
Disfrutó la bonanza efímera del regreso y se casó rodeado por esa aureola bajo la cual nació su hijo. Al poco tiempo comenzó a beber más de lo usual. No era persona de vastedad cultural. No poseía herramientas para enfrentar los traumas de lo vivido y mucho menos para vivir explotando una gloria que no tuvo. Sufrió un accidente casero y se golpeó la cabeza. Su esposa lo abandonó. Pasó el resto de sus días exhibiendo una estúpida sonrisa de perdición. Los rituales fueron desechados por ineficaces. Murió desconocido. Su turbia experiencia en la guerra fue suficiente para matarlo en la paz.
Inevitable recordar esta historia cada vez que se menciona la guerra de Angola. Precisamente, el 5 de noviembre pasado el gobierno cubano conmemoró los 45 años del inicio de la Operación Carlota, nombre con el que se conoció la ayuda militar que prestó al país africano, y que es el de una negra lucumí que encabezó una rebelión en contra de la esclavitud en 1843, en la dotación de Triunvirato, en Matanzas.
A los cubanos nos han alimentado desde el mismo año 1959 con la necesidad de “estar preparados para la defensa”. Y la cacofonía de la amenaza empaña el sentido común. Si el objetivo del ejército era (y sigue siendo) “la defensa”, ¿Qué hacía en una latitud tan alejada de la nuestra?, ¿qué sentido tenía el envío de tropas al otro lado del planeta?
Lo peor es que un capítulo tan triste pudiera repetirse, si el gobierno cubano se ha apropiado de la palabra “solidaridad” y respalda con ella todos sus movimientos. Ahora se trata de la educación y de la medicina. Sin embargo, no hay guerrilla de América Latina que no tenga la impronta cubana.
En caso de otra guerra por “solidaridad”, ¿Quiénes conformarían las tropas de la isla? En enero de 1977, Gabriel García Márquez escribió un artículo publicado en El Espectador, de Bogotá, en el cual aportaba detalles de la Operación Carlota justificando los medios y los modos para terminar generando en el lector ingenuo sentimientos de protagonismo.
García Márquez decía que una gran parte de los llamados a filas eran jóvenes que estaban en el servicio militar, y se refiere a “una selección estricta hasta donde lo permitió la premura de las circunstancias”. También cuenta anécdotas acerca de la gran cantidad de voluntarios que se presentaron sin ser llamados.
Entonces persistía el espíritu romántico de la Revolución y los jóvenes se habían desenganchado de sus raíces familiares para construir “futuro”. ¿También fue una coincidencia que el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba se realizara poco después de iniciada la Operación Carlota? En ese Congreso, Fidel Castro anunció oficialmente que había tropas militares cubanas en Angola. Institucionalizado el poder después de quince años de gobernanza rebelde, no había discusión posible.
Nada ha cambiado. El servicio militar en Cuba sigue siendo obligatorio. Que le pregunten a los padres ahora si quieren que sus hijos participen en una guerra, por ejemplo, en Venezuela. Por “solidaridad”. Esta sería la preocupación inmediata, que no deja de ser una preocupación trascendente. La guerra siempre es pírrica para todos.
La nación cubana nunca debió verse enrolada en esa guerra ni debería estarlo en ninguna otra. Hay demasiados problemas por resolver en Cuba. Las fuerzas hacen falta para sacarla de las ruinas con otro tipo de estrategias más abarcadoras, inclusivas y democráticas. No se reflexiona sobre ello, pero el futuro de la isla está lleno de pólvora y cicatrices.
Ir a matar o a hacerse matar en otra latitud no es la defensa de la patria. Y llegado el momento, tendríamos que analizar qué concepto de patria nos están imponiendo y basado en cuáles presupuestos. Porque para que una invasión mancille la tierra donde nacimos, no tiene que ser necesariamente foránea. Puede suceder que ya estemos invadidos y no hemos querido darnos cuenta.
“Mambrú se fue a la guerra,
¡qué dolor, qué dolor, qué pena!
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuándo vendrá”.
Canción infantil.
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