Foto: Cortesía del autor
Me jubilaron en el año 1992. Nunca fue una propuesta personal, pero tampoco insistí en lo contrario. Estaba más cansado que enfermo. Mi y mi mente cuerpo necesitaban nuevos acomodos.
Sin embargo, el único acomodo que sugería el año 1992 era el de los bancos del parque, el inmovilismo por los pésimos manejos políticos del régimen cubano y su alcahuetería con ese “gigante con pies de barro” que fue el bloque socialista encabezado por la Unión Soviética.
De esa manera, una vez salido de una larga hospitalización, me vi en la calle con un retiro de 92 pesos con 15 centavos. Gusto realzar esa menudencia. Era el visto bueno de la miseria establecida. Dos años después, en 1994, apareció el CUC, más conocido como “chavito”, el cual llegó a cotizarse a 150 CUP. Fue mi peculio mensual durante los años del “período especial” y más allá.
En el año 2008, Raúl Castro asumió la presidencia de Cuba. Y una de sus primeras medidas fue elevar la cuantía de las pensiones, siempre bajo el criterio populista de que “nadie quedará desamparado”. Fue un golpe de efecto. La prensa oficial armonizó sus fanfarrias e intentó maquillar la imagen del hermano menor, menos agraciado, carismático y político que Fidel. Las ansias de cambio en la isla situaron equívocamente sus esperanzas en este personaje gris, como mismo la situaron en Miguel Díaz-Canel Bermúdez en 2018. A este último le ha tocado ahora la “tarea Ordenamiento”.
En efecto, el día 17 de diciembre, mi tarjeta magnética del Banco Popular de Ahorro (BPA), receptora de mi jubilación, engordó hasta la cantidad de 1528 CUP. Confieso que cierto mecanismo de autodefensa me había impedido hasta el momento preocuparme por las cifras. Intentaba no caer en la trampa de los aumentativos. Tampoco en la del supuesto privilegio de “gozar” de mi pensión desde diciembre, cuando el resto del país lo hará a partir de enero.
Ese mismo día conocí que el valor aproximado de la canasta básica de bienes y servicios, con los nuevos precios y los nuevos salarios, era precisamente de 1528 CUP. La correspondencia me lanzó de bruces al espejo de la Cucarachita Martina, el personaje del cuento infantil. Ella se hizo un lío al encontrarse un centavo. No sabía qué comprar. Intenté ser feliz pensando que no tenía que dedicarle tiempo a las dudas. No tengo que elegir entre dos marcas de champú, dos marcas de desodorante o dos tipos de carne. Tampoco entre varios tipos de vegetales. Mi futuro se dibuja herbívoro. No logré sentirme feliz.
Por pura sinergia, mi hijo se apareció en casa con un centavo. Lo encontró en el patio de la escuela, quién sabe cómo llegó hasta el lugar, aunque sí es seguro que no para una clase de economía. No están incluidas esas lecciones en el paquete de trabajo de la “tarea Ordenamiento”. Cuando los centavos cuentan, la economía está saludable. Hace mucho tiempo desaparecieron los centavos de la moneda cubana.
Opté por narrarle a mi hijo el cuento de la Cucarachita Martina, en una versión muy libre. Al forzar la memoria, recordé que el dichoso insecto trabajaba en casa (aunque no como cuentapropista), se había dado el lujo de rechazar sucesivos pretendientes y terminó casándose con un ratón (el Ratón Pérez), el cual murió hervido al caerse en una olla donde se cocinaba una sopa de cebolla. Y luego de enviudar, la cutia se casó con un alférez. “Pésima distopía”, dijo mi retoño.
“Como mi chequera”, pensé. Al menos no tengo que pagar la educación (ya no la necesito). Ni la medicina. Aunque sí los medicamentos. En los cuentos infantiles, ningún cofre del tesoro viene cargado con esteroides, diuréticos o Beta bloqueadores. Será difícil que mis años vuelvan a ver un aumento de mi jubilación. Y si la veo, será porque este cuento del “Ordenamiento” no habrá acabado todavía.
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