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La morbilidad martiana

Y Martí vuelve a la palestra. Y allá se lanzan todos a compilar notas a pie de página para convertirlas en libro de referencia. Los grandes maestros piden silencio. Martí pide silencio para que la gente escuche el eco de sus propias mentiras y actúen en consecuencia.

Pasaron años antes de poder acercarme a José Martí. Primero necesité desbrozar el camino de falsos afectos y sentimentalismos patrióticos. Irónicamente, tal actitud me la enseñó un chileno, comunista entonces para más inri, quien fue mi profesor de literatura en el preuniversitario. Era uno de los tantos que se refugió en Cuba después del golpe de estado al gobierno de Salvador Allende en 1973.

No me gustaba la figura de Martí. Mis años escolares estuvieron marcados por aquel luto enfático y su cara de sufrimiento. Los maestros decían que agonizaba por la patria, que estaba marcado por el dolor de la humanidad y que ningún cubano digno podía permanecer indiferente ante figura tan señera. Martí me daba miedo y aquella grandilocuencia excesiva y amenazadora acentuaba mi desasosiego. Terminé relacionando la dignidad con el miedo. Y no entendía nada.

Tampoco sabía lo que significaba “apóstol” y por qué en las escuelas se rectificaba constantemente al que por la costumbre o por influencias familiares le seguía llamando de esa manera a Martí. Sucedió en los años que persiguieron la religión digan lo que digan ahora algunos pastores revolucionarios. “Apóstol” hedía a religión, a figura bíblica. Y la religión era el opio del pueblo, además de que la vacante mesiánica ya estaba reservada para Fidel Castro.

A tal efecto, las escuelas se volcaron en las iniciativas propuestas por el partido comunista. Cada aula debía tener su Rincón Martiano, por ejemplo. Se trataba de un lugar presidido por una imagen de José Martí, busto o fotografía, flanqueada por un sinfín de rostros heroicos, frases alegóricas a la Revolución, listas de nombres de alumnos destacados y cosas parecidas. Se quería anular la religión, pero no había nada más parecido a un altar que alguno de esos Rincones, polvo incluido. Era rutina obligada y terminaba engendrando descuido e indiferencia. Un altar al miedo. Por ende, la materialización del resentimiento.

Y en los matutinos resultaba patético el esfuerzo fallido de los niños y niñas por recitar a Martí, al intentar establecer un concordato entre el sentido de lo que recitaban, su gesticulación y sus propias emociones que nacían más de la intuición del ridículo que de una vivencia del texto. Lo más grotesco era que la recitación se realizaba en esa tribuna que en las escuelas llaman picota, que goza de una vista privilegiada sobre la formación de estudiantes. Quien recitaba no podía dejar de observar la cabeza del busto de José Martí repleta de excrementos de gorriones.

Tampoco se explicaba el vínculo establecido entre José Martí y Fidel Castro y la Revolución. Ningún niño podía comprender que alguien que vivió en el siglo XIX fuera considerado el “autor intelectual” del asalto a un cuartel llamado Moncada en 1957. Era un vínculo que no requería explicación. Se aprendía de memoria y punto. Es la parte negativa de los pensadores universales. Cualquiera de sus ideas puede servir para ilustrar los caprichos del presente. Se olvida que los grandes pensadores no son categóricos. La experiencia les dice que todo pensamiento es provisional, que el apego por una verdad inamovible es sectario y excluyente. La guerra en Cuba pudo ser necesaria en el siglo XIX, pero nunca se ganó. Y Martí vivió muy poco.

De manera que lo que ha hecho la Revolución cubana con José Martí es fabricar bustos y elevar altares. Sesenta años de homenajes son suficientes para establecer conexiones neuronales que activen los reflejos condicionados lacrimosos en la mayor parte de la gente. Lo más obvio es el esfuerzo de todos los bandos para recalcar su manera de ser “revolucionario” o “martiano”. Haría falta una lobotomía política y recurrir a efemérides vírgenes para luchar por la justicia. De lo contrario, “la libertad es solo un hueso que se le echa al pueblo para que se rompa los dientes” (Alejandro Dumas).

No hay problemas con no ser revolucionario ni martiano. Para luchar por la comida solo hay que tener hambre, no apetitos mudables. Seguir insistiendo en símbolos cuya sacralidad está desacreditada, es insistir en el descrédito. Y tal afirmación no es una ofensa al símbolo, personas u objetos. Los símbolos quedan intactos aguardando que terminen las contiendas. La sacralidad es fabricada por los poderosos y reverenciada por los sumisos.

Se sigue hablando de “acabar con la colonización cultural”. Y Martí vuelve a la palestra. Y allá se lanzan todos a compilar notas a pie de página para convertirlas en libro de referencia. Los grandes maestros piden silencio. Martí pide silencio para que la gente escuche el eco de sus propias mentiras y actúen en consecuencia.

Tony Pino

Técnico Medio Nuclear. Trabajó como profesor en el Politécnico de la Central Electronuclear, en Cienfuegos. En 1990 fue separado del magisterio por cuestionamientos políticos a la viabilidad de la construcción de una planta nuclear en Cuba. Fue jubilado por enfermedad en 1992.

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