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Pueblo: pura sombra y silueta

Cuba se había convertido, por obra y gracia de un símbolo y de la ideología que representaba, en un cementerio de chatarra. Realzando una identidad prestada, habíamos perdido la nuestra cantando la Internacional. 

Imagen tomada del Granma

Fidel Castro fue la figura totémica que presidió mi hogar, la única frente a la cual mi padre hacía un amago de reverencia. De mi irreverencia, en cambio, fueron responsables mi enfermedad y el cuarto de desahogo de la casa. La primera, porque no me permitía hacer genuflexiones. Y el segundo, por ser la alacena de secretos donde escondía las complejidades derivadas de la primera.

Gracias al cuarto de desahogo, mis juegos infantiles gozaron de cierto eclecticismo. El cuarto de desahogo (desván en otros lares) es esa habitación destinada a guardar contrasentidos; es decir, lo inservible que puede servir en cualquier momento, las supersticiones y, sobre todo, los recuerdos cuya memoria no resiste las miradas intrusas de la modernidad política. Pienso en el cuarto de desahogo como una especie de inconsciente colectivo familiar, solo que en Cuba la psicoterapia era ocultarlo, no descubrirlo. Mucho mejor: borrarlo.

Allí dormitaban el casco de bombero de mi abuelo y una bayoneta de los Boy Scout que mi padre utilizaba para escamar pescado. También, las guirnaldas del arbolito de Navidad con las que se adornaban las fiestas del CDR, una imagen de Santa Teresita del Niño Jesús y otra del Sagrado Corazón de Jesús. Esta última fue reciclada cuando mi padre aprovechó su marco de caoba para colgar una fotografía de Ernesto Che Guevara. No desechó la imagen religiosa sino que la utilizó de fondo porque era de buen material. Así convivían, espalda contra espalda, estas dos figuras icónicas en la sala de mi casa.

Pero recuerdo, sobre todo, una caja repleta de medallas y distintivos. Había muchas de colegios religiosos, sobre todo de uno llamado del Apostolado. Llamaban mi atención infantil por estar recubiertas de un dorado falaz y persistente, con cruces incrustadas. Como las guirnaldas de Navidad y las imágenes religiosas, las medallas pertenecían a mi abuela y su familia. Ignoro por qué mis padres decidieron conservarlas cuando aquellos se fueron del país y entraron en la fase de olvido por “gusanos”.

También podía encontrar distintivos de otro cariz. Entonces era común en las ciudades cubanas que tenían puerto, tropezar con marineros soviéticos procedentes de los mercantes que esperaban el fin de la carga y descarga de sus buques. Impresionaban aquellos marineros altos y fuertes, muy rubios y admirados por su fama después de la Gran Guerra Patria, nombre con el que se aludía genéricamente en Cuba a la Segunda Guerra Mundial. Los chiquillos interceptaban a los marineros para saludarlos y ellos respondían regalando unos pequeños prendedores de solapa con la efigie de Lenin embebida en un dorado tan falaz como el de las medallas religiosas, pero menos persistente.

Poco después se añadieron otras representaciones simbólicas. Una de ellas fue el logotipo del Partido Comunista de Cuba, que ya estaba anunciando su Primer Congreso para finales de 1975. Se trataba de un rectángulo de esquinas redondeadas donde prima el color negro en la base identificando al pueblo. Este, puños y armas en alto, porta dos banderas inmensas. Una es la enseña nacional, que simboliza la patria. Y la otra es una bandera roja, que simboliza el proletariado y el carácter revolucionario del partido. El pueblo, pura sombra y silueta, está por debajo de la ideología y tiene que sacrificarse por ella. Y las banderas, ambas del mismo tamaño, son alzadas a la par por la masa informe del pueblo. Y sobre esta masa, las siglas PCC en rojo vivo, estampadas como hierro candente sobre el lomo de una res.

Solo la inocencia de la infancia puede permitirse jugar con esta mezcolanza de representaciones sin sentirse afectada, al menos de manera evidente. Mientras conviven las diferentes simbologías, no hay problemas. Los problemas surgen cuando algunos símbolos comienzan a desaparecer acompañados por el discurso que justifica su destierro. Aun cuando no fui educado en un hogar religioso, las guirnaldas del árbol de Navidad y las imágenes de santos evocaban en mí un sentimiento familiar. Se puede sentir nostalgia de algo no vivido, expresado solo por su ausencia, no por una evocación del pasado.

Fue muy evidente la desaparición de la caja de medallas del cuarto de desahogo, después que hizo su entrada triunfal el logo del PCC. Si hasta el momento podía existir cierta condescendencia con la memoria siempre y cuando no se revelara en público, a partir de entonces también había que prescindir de los recuerdos. Se imponía una lobotomía política, dividir en bandos bien diferentes y bien opuestos, las intenciones y los sentimientos.

En diciembre de 1975 se celebró el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba. Yo era un niño y para mí no significó nada ideológicamente. De ese Congreso recuerdo el entusiasmo de mi padre y la sustitución de los dibujos animados de Walt Disney por los engendros estéticos del campo socialista, a los cuales tengo que agradecer, quizás, mi rechazo visceral a los desequilibrios.

Recuerdo el desvalimiento de mis juegos cuando el cuarto de desahogo fue privado de las imágenes religiosas y las medallas. Todo su espacio fue ocupado por herramientas de trabajo, tuercas, clavos y tornillos oxidados y rescatados de la incapacidad. Cuba se había convertido, por obra y gracia de un símbolo y de la ideología que representaba, en un cementerio de chatarra. Realzando una identidad prestada, habíamos perdido la nuestra cantando la Internacional.

Tony Pino

Técnico Medio Nuclear. Trabajó como profesor en el Politécnico de la Central Electronuclear, en Cienfuegos. En 1990 fue separado del magisterio por cuestionamientos políticos a la viabilidad de la construcción de una planta nuclear en Cuba. Fue jubilado por enfermedad en 1992.

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