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“Se necesita ser muy vulgar para definir la vulgaridad. Precisamente por indefinible, la palabra es indispensable”.
K. Chesterto
No es cierto que exista desunión entre cubanos. Más allá de perspectivas y enfoques ideológicos, subyace una identidad que termina imponiendo su pedigrí. La cuestión es definir cuáles son los elementos inamovibles y trascendentes de esa identidad, casi siempre ocultos —y hasta reemplazados— por la hojarasca circunstancial de ciertas épocas.
Y la cuestión es definir quién afirmó la vulgaridad como elemento identitario cubano, como parece estar sucediendo. Peor aún: la consideran cima de la libertad de expresión. Quien se expresa con vulgaridad solo posee el auxilio de la gesticulación, siempre enfática, que se mide por la educación de quien la utiliza o se deja utilizar por ella. En una misma cultura, hay períodos más enfáticos que otros y coinciden con mayor o menor desarrollo del lenguaje. Los cubanos hemos dejado de pensar culturalmente. Somos pensados por una ideología impuesta. Y es una cultura vulgar, más allá de premios, logros y significaciones. Tal es el resultado de la revolución.
Las revoluciones son enfáticas. Buscan un cambio radical intentando eliminar o mutilar el pasado utilizando la violencia a su alcance. Y en este proceso de decantación, la cultura se ve obligada a prescindir de pilares cotejando elementos ajenos a su impronta. Como en la naturaleza, en la cultura existe una especie de mecanismo de selección que debe ser respetado y nunca apresurado. Si se apremia, el resultado será artificial, vacío. Ninguna imposición redunda en eclecticismo.
Las revoluciones que logran perpetuarse en el tiempo, como la cubana, socavan la cultura nacional y ofrecen un sucedáneo espurio, fabricado con retazos escogidos a conveniencia, a través de discursos que se construyen sobre una demagogia soez. Todas las revoluciones socialistas son enfáticas, cultivadoras de tópicos. Sus construcciones, físicas o metafóricas, son trilladas. Por eso confluyen en el vasto terreno de la tiranía y la corrupción que intentaban combatir.
Malditas sean las revoluciones que han logrado sobrevivir a sus asesinatos. Tal es el baremo con el que debe medirse el “éxito” de una revolución; es decir, cuánto tiempo ha logrado establecerse después de las (para ellos) necesarias purgas, desapariciones y deportaciones. Cuando esto sucede, cuando la revolución se perpetúa, entonces puede decirse que la cultura generada a partir de ese momento tiene poco de auténtica y mucho del trabajo forzado y forzoso de las conciencias maltrechas que solo actúan para sobrevivir.
La vulgaridad vive de sobrevivir y es propia de los sectores marginales, de la masa poblacional en permanente “sálvese quien pueda”, no importa que tenga una educación gratuita. En lo marginal, más que la palabra importa el gruñido, la expresión hosca y amenazante. La alegría, si la hay, es frágil y efímera. El gruñido es violento. ¡Ay de la sociedad que ha trocado en gruñidos su lenguaje!
Donde quiera que se experimente con el socialismo, asistimos a la hegemonía de lo vulgar, fruto de una violencia ética y estética que desacredita los valores de la cultura que pretende suplantar para luego intercambiarlos por sus opuestos. No existen términos medios en este proceso de exclusión. La única opción, entonces, es lo marginal y no existe algo como una “estética de lo marginal”. Cuando tal engendro existe, significa que lo marginal ha llegado al poder y que los cerdos cantan óperas. Tampoco hay que dejarse llevar por el engaño eufemístico de llamar popular a lo marginal. No es cultura popular, es cultura populachera.
Por último, no se puede negar que la vulgaridad tiene el encanto del rompimiento. Quienes han vivido su existencia sometidos a las normativas que sugieren la educación y la convivencia social según ortodoxias almidonadas, rumian en secreto el disfrute de la marginalidad que resulta del coqueteo con la violación de cualquier precepto. Y le llaman libertad. Pura ilusión. Allí donde la vulgaridad se ha erigido en cultura nacional, es segura la trampa de la ley impuesta.
Solo habrá esperanzas en las excepciones cuando sean consideradas puntas de lanza del progreso. Un país no tiene futuro, en cambio, mientras las excepciones sean consideradas anomalías. El desarrollo es subversivo, comienza con la alteración del orden impuesto. Y la alteración del orden comienza por el cuestionamiento profundo de la identidad y el consecuente destierro de las asociaciones obligadas. Los cubanos tenemos derecho, sobre todo, a no ser considerados anomalías solo porque al gobierno no le guste o no le convenga nuestro comportamiento. Lo seremos, mientras seamos vulgares porque vulgaridad significa vulnerabilidad. No hagamos juego. Seamos excepcionales.
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