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Entre los paredones más sonados de la historia del régimen figuran, a inicios de la Revolución, los tribunales militares contra la camarilla batistiana para calmar la sed de sangre “del pueblo”. Luego, el tristemente célebre fusilamiento al general Arnaldo Ochoa, protagonista de la causa 1 de 1989, acusado de tráfico de drogas. Y más tarde, la ejecución de las tres personas responsables del atraco a la lanchita de Regla, con la que el gobierno dio un fulminante escarmiento a la ola desestabilizadora que se estaba desatando en la isla en 2003.
Cuba tiene tradición en este tipo de sanciones. Su legislación define que no se puede aplicar a menores de 20 años ni a mujeres embarazadas. Se ejecuta por fusilamiento. Sin embargo, es bochornoso y lamentable que en pleno siglo XXI continúen aplicándose este tipo de fallos.
En materia jurídica o políticamente hablando, la pena de muerte es la privación de la vida del condenado por la comisión de un delito grave que la ley sanciona con dicha pena. Es denominado, por la mayoría de los países que la utilizan, en virtud de la magnitud y severidad del fallo, pena capital.
Desde el siglo XVIII se comenzó a abogar por importantes reformas en los sistemas penales. Los países que acogieron estas reformas, desterraron paulatinamente el máximo de los castigos hasta su casi completa abolición. El desarrollo de estudios sobre la acción criminal y su actuar deliberado, demostró que es posible modificar su conducta a través de la educación y la mejoría de sus condiciones de vida. Ello permitió que se readaptaran las penas de muerte y se garantizara la reinserción de los reos a la sociedad.
Por su carácter terminal, la pena capital no admite posibles errores judiciales ni futuras enmiendas. Su feroz aplicación, ejemplarizante para unos e inhumana para otros, es llevada a cabo sobre todo en regímenes totalitarios, donde la palabra del magnate, es ley. Su preservación responde como mecanismo coercitivo para aplacar a las multitudes descontentas.
Actualmente admiten la pena de muerte muy pocos países, salvo que se trate de situaciones extremas o tiempos de guerra. A diferencia de Cuba, donde impera un único poder político, jurídico y legislativo, en los EE. UU. la pena de muerte aún tiene validez en algunos estados, pero muchos magistrados y tribunales se han pronunciado por su erradicarla.
En los Estados de Derecho, el principio que orienta la legislación es a la protección suprema de la persona y la vida humana. En la mayoría de ellos, es tendencia que exista una correlación entre democracia, persona y derecho a la vida. En Cuba ese principio se viola.
En el orden ético, e incluso religioso, el derecho a la vida es incuestionable y sagrado. No deberían existir ni aplicarse, bajo ninguna circunstancia, la pena de muerte, la tortura o cualquier otro proceso vejatorio que ponga en juego la integridad física de las personas.
De igual forma, el Estado cubano debería garantizar la integridad física y psíquica de todos sus ciudadanos, así como su honor y reputación, algo que no sucede con los presos políticos e integrantes de la sociedad civil. La vida, maravillosa y enigmática, es lo más preciado que tiene la humanidad. Ningún sistema político debería justificar su interrupción.
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