Me sucede con Martí, el más universal de los cubanos, el más llevado y traído. No me gusta citarlo. Me parece que insulto por lo insulso de cualquier colación después de una frase suya, tan plena y tan abierta al mismo tiempo. Sin embargo, no lo venero. Como no me gustan las reliquias, tampoco gusto de genuflexiones. Con el cuerpo, no puedo. Y con el alma, no quiero.
Leo a Martí de madrugada. Es un complot sabio entre el insomnio y lo ininteligible. No entiendo a Martí. Y acepto que así es como debe ser. No es posible entender un espíritu tan vasto, que corrió y recorrió mundo aprehendiendo entrañas y esencias en poco tiempo. A quien le urge vivir, le urge morir. Pronto se agobia el que agobian con tanta cita. No entiendo a Martí y no es vergüenza. Así evito repetirlo. Y regurgitarlo. Evito ser uno más del montón que colecciona frases para engalanar discursos y colorear fingimientos.
Curiosidad, cabe toda. ¿Qué diría Martí si contemplara la Cuba actual? ¿Se reconocería en las imágenes que intentan representarlo? ¿Qué le parecerían los mítines revolucionarios donde lo exhiben tribunal y no tribuna? ¿Y los niños que buscan argumentar con gestos desfasados algún verso aprendido de memoria, sin alma? ¿Qué diría al ver justificada una tiranía con su obra? Es probable que no dijera nada. Es probable que diera media vuelta y regresara sobre sus pasos. Quizás a Nueva York.
Detesto la figura de Martí. Trauma de la memoria enquistada. Lo asumo porque reconozco quién es el responsable. O uno de ellos. O el primero, el progenitor de todos los responsables: el Rincón Martiano. Y es paradójico. ¿Qué niño no ama los rincones, esos divinos lugares donde confluyen humedad, sombra y polvo, allí donde puede desaparecer a voluntad y adentrarse en el misterio? No hay que creerse a pies juntillas aquello de no sacudirse el polvo del camino para otorgarle preponderancia al ideal estatuario (perdón por la cita entreverada). Para emprender el camino hay que salir de los rincones, amos del polvo.
Pero no se imponen los rincones. No puede abrirse un agujero y decir que es una gruta con tesoros. Cuando se descubre la cueva del dragón, ya el dragón vivía allí. Lo dicen el esqueleto del dragón y los esqueletos de los animales devorados. El polvo de los rincones inventados es de abandono y suciedad y fabrica alergias. El polvo de los rincones auténticos, a lo sumo, hace estornudar y genera los escalofríos propios de quien palpa el umbral de otro mundo e intuye un dragón.
Fueron los Rincones levantados como altares en lugares de estorbo. En la escuela, estorbo mayor. Obligados, el busto y la foto. Obligada, la frase seleccionada allí donde hubiera palabras juntas y entrecomilladas y, debajo, justificado a la derecha, el nombre consabido, aburrido por no pensado, lo mismo daba que fuera José Martí que Pepe Mandarina. Palabras cautivas. “Martí decía que…”. Aspavientos, manierismo de lo vulgar. Obligada la lista con los nombres de pioneros jefes y destacados, los de la provincia, los del municipio, los de la escuela, los del aula. Y Fidel y Raúl, por supuesto. Frases de Fidel que hablaran de Martí, porque se suponía que Martí lo había previsto. Un altar, ya digo. Los muertos ya estaban muertos y los vivos ya estaban condenados a inmolarse de puro figurín.
Obligada la figura retórica del responsable. Debía llegar temprano o quedarse después de clase para limpiar el altar y ahuyentar las cucarachas que salían para comerse el engrudo hecho con almidón. El engrudo para pegar las fotos, las listas, las frases. Sabias cucarachas que se comen lo inservible: engrudo, frases, listas. Y fotos. Por eso las niñas no eran responsables. Ni por juego ni por histeria ni por asco podían permitirse gritos donde se precisaba reverencia. Y niños… También era frecuente limpiar vómitos porque la contraparte de la valentía es el estómago. Asociación inevitable: Martí = obligación + cucarachas + vómitos + asco. Elevado al infinito.
En algún momento los Rincones fueron sustituidos por murales. Igual de obligados, pero más discretos. No abultaban y cubrían alguna pared deteriorada. Mentiras para esconder mentiras. En los murales, la cima pertenecía a la persona cuyo nombre ostentara la escuela, héroe o mártir. Más difícil la tenían las escuelas con nombres de batallas o de repúblicas amigas. Martí ya no fue cabeza en los murales. Había sido cabeza siempre (y lo sigue siendo) con su busto en la plaza de formación, escoltando el asta de la bandera. Martí de cara al sol y de cara a las inclemencias del tiempo. Amanecía invariablemente salpicado por las “inclemencias” de las palomas, cuando a los cubanos les dio por la colombofilia.
No puedo, por tanto, admirar la figura de Martí, que aplasta mi niñez. Transito por él ⸺por su pensamiento⸺, en la madrugada, cuando hay silencio y sus palabras se abren como flores y su fragancia lo permea todo. Nos encontramos en la oposición, casi en perspectiva apofática, por negación: Martí no es quien me han dicho que es ni escribió lo que me han dicho que escribió. Y si lo escribió, no quiso decir lo que dicen que dijo. Este engendro de patria en la que vivo, no puede ser la materialización del pensamiento de Martí. Una caricatura de patria pegada con engrudo y visitada por cucarachas. Esta no es la patria de Martí. Los grandes maestros piden silencio. Y Martí cierra los ojos y coloca un dedo sobre sus labios.
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